La vida es un
don de Dios que nos es otorgado para fortificar nuestro espíritu. Todas las
necesidades fisiológicas requieren atención y cuidado, sí, pero alimentamos un
cuerpo y una mente.
Cuidar el alma no es un capricho,
tampoco nada que pueda parecer excéntrico o curioso. Se trata de una imperiosa
necesidad. Si la higiene del cuerpo es ineludible y nos vemos obligados a
tratar todas las disfunciones que nos surgen, debemos reflexionar respecto al
ánimo, ese aspecto que a todas luces está en abandono.
La ciencia surge como una burda
excusa para no mirar, con la frecuencia necesaria, el alma que a Dios pertenece
por derecho propio. El divino «soplo» requiere cuidados,
atención permanente, estímulo y un contexto apropiado.
La existencia humana transcurre
entre anhelos y prisas, sin ningún objetivo concreto. Después de la infancia
llega, forzosamente, la pubertad, ese periodo de tiempo donde la constitución
fisiológica comienza a eclipsar las necesidades del alma, empujándonos
dramáticamente a un terreno de sombras perniciosas donde lo difícil es no
perderse y para siempre.
No faltan excusas para justificar
dicho abandono: los estudios, el deporte, las relaciones sociales, el ocio, las
pocas horas (deberían ser ocho como poco) para descansar. Y así, día tras día,
entre divergencias y obsesiones, olvidamos nuestro aspecto más entrañable y
necesario. ¿Cuántas veces, en una soledad buscada y con el silencio necesario,
pensamos en nuestra propia persona, aislada de todo contexto? ¿Cuántas horas
dedicamos a la meditación? ¿Pensamos en esta necesidad?
Lo cierto es que ya no pensamos;
otros lo hacen por nosotros, claro, destinados a programas televisivos
ciertamente absurdos, implantando la escabrosa necesidad de adquirir algo nuevo
que, de antemano, no sirve absolutamente para nada. En la era que muchos han
resuelto llamar «de
la comunicación»,
vivimos más aislados que nunca. ¿Dónde están nuestros amigos verdaderos?
¿Cuántas veces hablamos con ellos reunidos en la tranquilidad del hogar o de
cualquier rincón para tal fin? Con excesiva frecuencia no sabemos ni sus
apellidos, tampoco cómo están emocionalmente, ni siquiera se nos ocurre
preguntarles algo más allá de lo maquinal y repugnante que lo cotidiano ha
convertido en costumbre.
Casi peor es el lance con el sexo
contrario. ¿Amigas? ¿Novia? ¿Amantes? ¿Dónde está la diferencia, acaso haya
alguna?
Con frecuencia suelo preguntar a mis
amigos, que empiezan a quejarse del mal rumbo de sus matrimonios, cuándo han
hablado con su cónyuge como lo hacían de novios. La respuesta, acaso puedan
murmurarla, es muy triste: nunca. Y debo asumir que ni siquiera eso parece
merecer nuestra atención.
Cuando los hijos gozan de poca edad,
pasamos el día con ellos, cuidándolos y compartiendo sus emociones. No más
cumplen los diez o doce años, y esto es asombroso, les decimos sin reservas que
ya son hombres, o lo que aún es peor, que ya son mujeres. Un viejo adagio chino
reza: «Ámame cuando
menos lo merezca ya que es cuando más lo necesito.» Nuestros descendientes, contrario a lo que se
piensa, requieren más atención y diálogo según van cumpliendo años. Pero de
alguna manera sabemos encontrar la excusa más apropiada para justificar el no
tener tiempo, estoy cansado, debo de trabajar, hazlo tú, que ya eres grande,
etcétera.
Luego llega el día o la noche donde
se largan con sus «amigos» no nos importa a dónde.
Seguidamente comienzan las broncas porque regresan a casa tarde, muy tarde o al
amanecer. La justificación está servida de antemano: Todo el mundo lo hace. Y
eso nos satisface plenamente (mal de muchos, consuelo de tontos), asumiendo que
las cosas han cambiado sobremanera desde que éramos jóvenes.
Y yo pregunto: ¿qué ha cambiado?
Un adolescente nacido en el año 1800
no es distinto a otro que venga al mundo en pleno siglo XX. Los valores
continúan siendo los mismos, evolutivos por desdén, hastío, indolencia, esas
prisas histéricas para llegar a ninguna parte y además tarde, siempre tarde.
Encerrados en la oclusiva rutina sin
lógica ni horizontes, el tiempo transcurre impertérrito y la muerte nos
aguarda. Eso no ha cambiado en absoluto; es igual que el primer día luego que
Dios expulsara a nuestros padres del Paraíso.
La ciencia inventa, sin éxito
alguno, desde luego, alternativas o paliativos a ese final inexorable al que
todos estamos condenados. Con muy peregrinas innovaciones, podemos parecer más
longevos que nuestros antepasados, superando en unos cuantos años a los
tatarabuelos, bisabuelos o abuelos. Pero curiosamente el final es el mismo para
todos. También esto se nos olvida con una frecuencia deleznable.
Los valores individuales exigen
mirarnos al espejo y preguntarnos qué somos, por qué, a dónde vamos, cuándo es
la hora de hacer balance sobre nuestra propia existencia. ¿Pero tenemos tiempo
para ello? ¿Está de moda hacerlo o es algo que pertenece a otras épocas menos
afortunadas?
He aquí un siglo XXI donde, luego de
tantos inventos y maravillas tecnológicas, vivimos en penumbras, desolados,
corriendo calle arriba y abajo sin saber para qué. Hay muchas cosas en este
mundo, pero ninguna que verdaderamente nos abrace el espíritu para buscar un
horizonte y poderlo comprender.
Francisco
F. Micol
2 comentarios:
La verdad es que no se por donde empezar. Es tan absurdo de principio a fin, tan incoherente, tan dogmatico, tan sectario. Podría pasarme horas desgranando cada uno de los fallos que veo en este post... Obviamente segun mi opinion. "La ciencia inventa, sin éxito alguno, desde luego, alternativas o paliativos a ese final inexorable al que todos estamos condenados" inventará claro, para eso es el fin de la ciencia... La pregunta es si "inventar" es sinónimo de religión. Cada paso que daba la ciencia era cortado en seco por la religión, cuando ésta era la que regentaba el poder... O mas bien de los "religiosos" que lo ostentaban. Vale la pena mencionar el comentario de que "Un adolescente nacido en el año 1800 no es distinto a otro que venga al mundo en pleno siglo XX." apenas ha cambiado la vida de un adolescente en un contexto europeo en 200 años... Pero lo que mas me he podido REIR. Porque es de mear y no echar gota es "No más cumplen los diez o doce años, y esto es asombroso, les decimos sin reservas que ya son hombres, o lo que aún es peor, que ya son mujeres" a mi no me parecen ni hombres ni mujeres, seres humanos en pleno estado de madurez... Pero ese "lo que es peor" te retrata, ese comentario no es sexista... Es un atentado contra lo que proclamas la necesidad de busqueda del conocimiento de uno mismo. Si no eres capaz de ver que ambos generos estan hechos de la misma masa pero cada uno con las particularidades de un individuo... Creo que deberías ir planteandote la opción de buscar la forma de viajar a aquellos tiempos donde la paz interior equivale a hacer y decir lo que te dicen que es bueno para el alma... O la hoguera
Hermoso artículo, somos muchos los que os seguimos.
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