miércoles, 19 de marzo de 2014

El laicismo no es una estrategia progresista y atea para eliminar todo vestigio de cristianismo en la sociedad. España, como cualquier otro país, tiene entre sus ciudadanos una impresionante variedad de cultos; el Estado, por tanto, tiene en su nivel representativo la obligación de hallar un encuentro entre todas las religiones que garantice una convivencia pacífica. Este encuentro se halla a través de la racionalidad, eliminando cualquier prejuicio dogmático en los organismos públicos y legislando sin posar la vista en ningún libro sagrado. Al actuar el Estado en el supuesto nombre de todos los ciudadanos, cualquier manifestación religiosa pública constituye una ofensa hacia el resto de confesiones.


Siendo ateo, y con los espantosos precedentes de discriminación y violencia que la irreligiosidad ha encontrado a lo largo de la historia, es difícil sentirse protegido con la presencia del ministro del Interior, Fernández Díaz, y su círculo de subordinados del Opus Dei, al mando de las mismas fuerzas policiales que desde hace unos años vienen mostrando una incrementada tendencia a la agresión en numerosas manifestaciones a lo largo de nuestro territorio.
uede haber empezado con anécdotas, como cuando prohibió a los funcionarios de su departamento felicitar las vacaciones religiosas con otra cosa que no fuese una “adoración a los Reyes Magos”. O como el otorgar la Medalla de Oro del Mérito Policial a la Virgen María Santísima del Amor, que demostró su dedicación al no presentarse a recoger el premio. O el acogerse a Santa Teresa para que ayude a España en estos “tiempos recios”. A ojos de un no creyente, se asimila al acto de conducir de noche por una tortuosa carretera de montaña, cerrar los ojos, soltar el volante y gritar: “¡Guíame Jesús!”.

P






Emc

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