martes, 22 de abril de 2014


Excelsos y loados lectores, me presento ante sus mercedes como la encarnación total de la humildad. En el día presente procuraré intensamente expresarme desde lo más sincero de mi corazón. Sin pretensión alguna me presento como un  pecador hijo de Dios iluminado por su sabiduría divina. Nuestro Padre celestial nos ama de manera inmensurable, hemos pues de rendir  pleitesía a la santísima trinidad mediante la oración y el amor hacia el prójimo. Hoy trataré del tan desacralizado sacramento de la confesión, clave para ser perdonados por nuestros obras pecaminosas. 

El Señor actúa mediante los benditos sacerdotes, Cristo en la Tierra. En el momento de la hermosa confesión ellos dejan a un lado su identidad para transformarse en auténticos Cristos, que con mansedumbre y magnanimidad divinas escuchan atentamente nuestros pecados para perdonarlos en nombre de Dios. Hace unas décadas la mayoría de los cristianos católicos acudían con frecuencia a sus parroquias para practicar este ineludible sacramento establecido por la Santa Iglesia Católica (cuerpo místico de Cristo en la Tierra). La tendencia ha cambiado lamentablemente, y los cristianos hemos de concienciarnos de la importancia tan crucial de este sacramento. El acto de arrepentirse, de arrodillarse y revelar a un sacerdote tus pecados es un ritual glorioso. Te humillas ante nuestro Señor, reconoces ante otra persona, el sacerdote, que no eres perfecto y que estás dispuesto a mejorar muchas cosas en las distintas facetas de tu vida. Posees la firme intención de hacerlo, de perfeccionarte en aras de lograr la santidad, pues como decía San José María Escrivà de Balaguer: ¡Todos podemos ser santos en nuestra vida ordinaria! 

El debido paso previo para ejercer el sacramento de la confesión es el sublime arrepentimiento, una vez llegamos a tal estado de conciencia debemos dirigirnos con humildad ante nuestro Sacerdote para ser perdonados a través de él por Cristo, nuestro Señor. Al instante de recibir el perdón cristiano, quedamos limpios de todo pecado, renacemos espiritualmente. La pureza celestial irradia el fulgor del amor, ese resplandor áureo que nos embellece interior y exteriormente. Existen multitud de persona que no toman conciencia de sus faltas ante el Señor, precisan de un director espiritual que las examine, y fruto de tal examen siempre aflorará algún mal acto cometido. El humano erra por naturaleza desde la terrible caída de Adán y Eva. Todos nos equivocamos, todos necesitamos el amparo del Dios del amor y  de su misericordioso perdón.

Queridos hermanos, os exhorto profundamente a no obviar en vuestras vidas tan hermoso sacramento .¡¡Abarrotemos las Iglesias acudiendo a confesarnos!!¿Hay algo más saludable que el perdón de Dios?

Artículo escrito por Jesús Kuicast.

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