El
ocio es bueno y hasta necesario. La distensión a nivel mental supone
un descanso del intelecto y, además, la integración social con
personas que la edad aúna, definiendo esto como un contexto
sociológico determinado.
Toda
persona, aisladamente, necesita comunicar sus emociones en un ámbito
sensible donde la camaradería juega un papel decisivo. La
connivencia puede ser plausible, ostenta un nivel del comportamiento
racional y espiritual muy loable y significativo.
En
el análisis de las diversas manifestaciones humanas, empero, podemos
observar, casi con imparcialidad, los extravíos que sufren los
jóvenes, el doloroso distanciamiento de la realidad para embutirse
en otra, fabricada artificialmente, con la peregrina excusa de la
diversión.
La
frase es digna de estudio: «Voy a pasarlo bien.» O aún más
intensa: «Vamos a pasarlo en grande.»
El
ser humano busca cambios orgánicos y afectivos para contrarrestar,
si acaso, su inmenso vacío emocional. No es malo divertirse cuando
antes de hacerlo existe una armonía individual más plausible que el
honesto ocio.
La
sociedad, como ente amorfo y evanescente, va diseñando senderos que
no conducen a ninguna parte, pero que a voz de pronto juran o
prometen ser muy solazados. Quizá nos pase desapercibido el
trasfondo de esta cuestión tan al uso, aquello que se oculta tras la
moda y las nuevas costumbres, lo que en primera instancia es
favorecedor y hasta digno.
Es
una abominación pensar, creer o afirmar que una persona con quince o
dieciséis años ya tiene edad para «salir con sus amigos» porque
es lo natural de la cosa. Abominación, digo, porque antes de salir
con el grupo social determinado –que se va ensanchando por
momentos, en cada tarde, noche o madrugada– asumimos falsa y
erróneamente la estabilidad emocional de nuestros hijos.
La
infancia, de un modo genérico, cursa desde el nacimiento hasta los
diez años. En esa fase de la existencia, dejando al margen los casos
que debemos considerar excepciones –aunque cada vez son más
frecuentes los dramas y tragedias a dichas edades–, la persona goza
de la armonía familiar, del afecto materno, del orgullo paternal, en
un ambiente donde otros miembros de la familia –tíos, primos,
abuelos– intervienen con su lógica carga de ternura y
consideración.
Inexplicablemente,
no más la persona alcanza los once años, en plena pubescencia,
desaparecen, y de golpe, todas las formas del cariño que un poco
antes se le prestaba. Con once años vemos al mozo o a la muchacha y
no al niño o la niña que afrontan su época más compleja,
precisando un compresivo amor y ya el forzoso, ineludible diálogo.
Con
once años, a porfía, el niño se transforma en «hombre» y la niña
en «mujer», y esto no por una cuestión fisiológica, no, sino por
la repugnante comodidad de los progenitores acaso sigan juntos y no
separados.
El
arrebatado afecto, cariño, ternura y amor, deja a la persona
desconcertada y vacía, sumida en una confusión que, lógicamente,
no sabe ni puede explicar. Un mes atrás todo eran consideraciones,
arropamientos nocturnos, preguntas afectivas, caricias y besos. Y en
un instante, en un fragmento exiguo de tiempo, la determinación del
cambio se ve incrementada por esa sustracción emocional que sólo
ahonda más el problema.
El
efecto no tarda en aparecer, como es lógico; también de golpe la
persona busca, aun inconscientemente, ese grupo de los que han
sufrido su misma suerte. Once años, esa edad de la pubertad donde
más amor necesita la persona, niño o niña todavía.
Todo
tiene un comienzo y cada comienzo su porqué. Nada sucede
arbitrariamente o por capricho; en estos terrenos la mala suerte no
juega para nada como baza incidente en los muchos arbitrios de
nuestra juventud. La cosa empieza, aunque pueda parecer trivial, en
esa sustracción del cariño, en el cambio a la hora de tratar con
nuestro hijo o hija.
El
desconcierto, que nunca aparece solo, unifica criterios ya que
estamos hablando de personas racionales, muy inteligentes pero
carentes del amor familiar. Y así salen a la calle en busca de cómo
rellenar el vacante afecto, alegando para una legítima defensa que
van a divertirse con sus compañeros alzados, también de golpe, al
grado de amigos.
Más
o menos lejos del ahora sórdido contexto, comparten –casi siempre
sin palabras, sin llegar a comentar el hecho– esa desilusión que
por desgracia habrán de acarrear toda la vida.
El
amor familiar no tiene sustitutos, ni sucedáneos o compensaciones.
La persona necesita al padre y a la madre desde que nace hasta su
muerte. Con once años esto no es ni siquiera cuestionable, como
tampoco lo será con doce, trece o catorce.
Antes
dije efecto y es ahora que el mismo cursa en su cauce para intentar
mitigar lo que ya no se obtiene en el hogar. Temer que los hijos
puedan cometer aberraciones cuando salen de casa para «estar con sus
amigos» y esto como pretexto para «pasarlo bien», es tan absurdo
como llenar de gas inflamable un cuarto y empezar a rasgar fósforos.
¿Qué
significa, semánticamente, «pasarlo bien»? Esta es la pregunta, no
la explicación o respuesta. Pasarlo bien es sinónimo de olvido, de
la búsqueda del amor traspapelado, de un remedo emocional para
subsanar otro.
Por
desgracia, tal búsqueda empujada por el desasosiego nunca lleva a
buenos fines, sino a la triste felicidad que otorgan las borracheras
en grupo, y esto como exordio de lo que surge después.
La
felicidad es la burda comparación que hacen los adolescentes entre
momentos malos y otros que lo fueron menos. No puede haber paz sin
amor ni felicidad sin cariño. Esto es inexorable. La familia debe
asumir su excelsa responsabilidad amando a sus hijos más cada día y
cada noche, pues los años cumplidos, al contrario de lo que se
piensa, necesitan progresivamente un mayor compromiso afectivo no
exento de diálogo, sabiendo escuchar con el respeto que toda persona
implícitamente merece.
El
«pasarlo bien» nos indica, a título de aviso, que la persona, ya
con once, trece, quince o veinte años, está desasistida
emocionalmente. Sin buscar culpables debemos remediar esto y hacerlo
con responsabilidad y cariño, pues son las únicas herramientas que
verdaderamente funcionan.
Francisco
F. Micol
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