lunes, 15 de diciembre de 2014


El ocio es bueno y hasta necesario. La distensión a nivel mental supone un descanso del intelecto y, además, la integración social con personas que la edad aúna, definiendo esto como un contexto sociológico determinado.

Toda persona, aisladamente, necesita comunicar sus emociones en un ámbito sensible donde la camaradería juega un papel decisivo. La connivencia puede ser plausible, ostenta un nivel del comportamiento racional y espiritual muy loable y significativo.

En el análisis de las diversas manifestaciones humanas, empero, podemos observar, casi con imparcialidad, los extravíos que sufren los jóvenes, el doloroso distanciamiento de la realidad para embutirse en otra, fabricada artificialmente, con la peregrina excusa de la diversión.

La frase es digna de estudio: «Voy a pasarlo bien.» O aún más intensa: «Vamos a pasarlo en grande.»

El ser humano busca cambios orgánicos y afectivos para contrarrestar, si acaso, su inmenso vacío emocional. No es malo divertirse cuando antes de hacerlo existe una armonía individual más plausible que el honesto ocio.

La sociedad, como ente amorfo y evanescente, va diseñando senderos que no conducen a ninguna parte, pero que a voz de pronto juran o prometen ser muy solazados. Quizá nos pase desapercibido el trasfondo de esta cuestión tan al uso, aquello que se oculta tras la moda y las nuevas costumbres, lo que en primera instancia es favorecedor y hasta digno.

Es una abominación pensar, creer o afirmar que una persona con quince o dieciséis años ya tiene edad para «salir con sus amigos» porque es lo natural de la cosa. Abominación, digo, porque antes de salir con el grupo social determinado –que se va ensanchando por momentos, en cada tarde, noche o madrugada– asumimos falsa y erróneamente la estabilidad emocional de nuestros hijos.

La infancia, de un modo genérico, cursa desde el nacimiento hasta los diez años. En esa fase de la existencia, dejando al margen los casos que debemos considerar excepciones –aunque cada vez son más frecuentes los dramas y tragedias a dichas edades–, la persona goza de la armonía familiar, del afecto materno, del orgullo paternal, en un ambiente donde otros miembros de la familia –tíos, primos, abuelos– intervienen con su lógica carga de ternura y consideración.
Inexplicablemente, no más la persona alcanza los once años, en plena pubescencia, desaparecen, y de golpe, todas las formas del cariño que un poco antes se le prestaba. Con once años vemos al mozo o a la muchacha y no al niño o la niña que afrontan su época más compleja, precisando un compresivo amor y ya el forzoso, ineludible diálogo.

Con once años, a porfía, el niño se transforma en «hombre» y la niña en «mujer», y esto no por una cuestión fisiológica, no, sino por la repugnante comodidad de los progenitores acaso sigan juntos y no separados.

El arrebatado afecto, cariño, ternura y amor, deja a la persona desconcertada y vacía, sumida en una confusión que, lógicamente, no sabe ni puede explicar. Un mes atrás todo eran consideraciones, arropamientos nocturnos, preguntas afectivas, caricias y besos. Y en un instante, en un fragmento exiguo de tiempo, la determinación del cambio se ve incrementada por esa sustracción emocional que sólo ahonda más el problema.

El efecto no tarda en aparecer, como es lógico; también de golpe la persona busca, aun inconscientemente, ese grupo de los que han sufrido su misma suerte. Once años, esa edad de la pubertad donde más amor necesita la persona, niño o niña todavía.

Todo tiene un comienzo y cada comienzo su porqué. Nada sucede arbitrariamente o por capricho; en estos terrenos la mala suerte no juega para nada como baza incidente en los muchos arbitrios de nuestra juventud. La cosa empieza, aunque pueda parecer trivial, en esa sustracción del cariño, en el cambio a la hora de tratar con nuestro hijo o hija.

El desconcierto, que nunca aparece solo, unifica criterios ya que estamos hablando de personas racionales, muy inteligentes pero carentes del amor familiar. Y así salen a la calle en busca de cómo rellenar el vacante afecto, alegando para una legítima defensa que van a divertirse con sus compañeros alzados, también de golpe, al grado de amigos.

Más o menos lejos del ahora sórdido contexto, comparten –casi siempre sin palabras, sin llegar a comentar el hecho– esa desilusión que por desgracia habrán de acarrear toda la vida.

El amor familiar no tiene sustitutos, ni sucedáneos o compensaciones. La persona necesita al padre y a la madre desde que nace hasta su muerte. Con once años esto no es ni siquiera cuestionable, como tampoco lo será con doce, trece o catorce.

Antes dije efecto y es ahora que el mismo cursa en su cauce para intentar mitigar lo que ya no se obtiene en el hogar. Temer que los hijos puedan cometer aberraciones cuando salen de casa para «estar con sus amigos» y esto como pretexto para «pasarlo bien», es tan absurdo como llenar de gas inflamable un cuarto y empezar a rasgar fósforos.

¿Qué significa, semánticamente, «pasarlo bien»? Esta es la pregunta, no la explicación o respuesta. Pasarlo bien es sinónimo de olvido, de la búsqueda del amor traspapelado, de un remedo emocional para subsanar otro.

Por desgracia, tal búsqueda empujada por el desasosiego nunca lleva a buenos fines, sino a la triste felicidad que otorgan las borracheras en grupo, y esto como exordio de lo que surge después.
La felicidad es la burda comparación que hacen los adolescentes entre momentos malos y otros que lo fueron menos. No puede haber paz sin amor ni felicidad sin cariño. Esto es inexorable. La familia debe asumir su excelsa responsabilidad amando a sus hijos más cada día y cada noche, pues los años cumplidos, al contrario de lo que se piensa, necesitan progresivamente un mayor compromiso afectivo no exento de diálogo, sabiendo escuchar con el respeto que toda persona implícitamente merece.

El «pasarlo bien» nos indica, a título de aviso, que la persona, ya con once, trece, quince o veinte años, está desasistida emocionalmente. Sin buscar culpables debemos remediar esto y hacerlo con responsabilidad y cariño, pues son las únicas herramientas que verdaderamente funcionan.



Francisco F. Micol


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