miércoles, 4 de febrero de 2015



La vida es un don de Dios que nos es otorgado para fortificar nuestro espíritu. Todas las necesidades fisiológicas requieren atención y cuidado, sí, pero alimentamos un cuerpo y una mente.
            Cuidar el alma no es un capricho, tampoco nada que pueda parecer excéntrico o curioso. Se trata de una imperiosa necesidad. Si la higiene del cuerpo es ineludible y nos vemos obligados a tratar todas las disfunciones que nos surgen, debemos reflexionar respecto al ánimo, ese aspecto que a todas luces está en abandono.
            La ciencia surge como una burda excusa para no mirar, con la frecuencia necesaria, el alma que a Dios pertenece por derecho propio. El divino «soplo» requiere cuidados, atención permanente, estímulo y un contexto apropiado.
            La existencia humana transcurre entre anhelos y prisas, sin ningún objetivo concreto. Después de la infancia llega, forzosamente, la pubertad, ese periodo de tiempo donde la constitución fisiológica comienza a eclipsar las necesidades del alma, empujándonos dramáticamente a un terreno de sombras perniciosas donde lo difícil es no perderse y para siempre.
            No faltan excusas para justificar dicho abandono: los estudios, el deporte, las relaciones sociales, el ocio, las pocas horas (deberían ser ocho como poco) para descansar. Y así, día tras día, entre divergencias y obsesiones, olvidamos nuestro aspecto más entrañable y necesario. ¿Cuántas veces, en una soledad buscada y con el silencio necesario, pensamos en nuestra propia persona, aislada de todo contexto? ¿Cuántas horas dedicamos a la meditación? ¿Pensamos en esta necesidad?
            Lo cierto es que ya no pensamos; otros lo hacen por nosotros, claro, destinados a programas televisivos ciertamente absurdos, implantando la escabrosa necesidad de adquirir algo nuevo que, de antemano, no sirve absolutamente para nada. En la era que muchos han resuelto llamar «de la comunicación», vivimos más aislados que nunca. ¿Dónde están nuestros amigos verdaderos? ¿Cuántas veces hablamos con ellos reunidos en la tranquilidad del hogar o de cualquier rincón para tal fin? Con excesiva frecuencia no sabemos ni sus apellidos, tampoco cómo están emocionalmente, ni siquiera se nos ocurre preguntarles algo más allá de lo maquinal y repugnante que lo cotidiano ha convertido en costumbre.
            Casi peor es el lance con el sexo contrario. ¿Amigas? ¿Novia? ¿Amantes? ¿Dónde está la diferencia, acaso haya alguna?
            Con frecuencia suelo preguntar a mis amigos, que empiezan a quejarse del mal rumbo de sus matrimonios, cuándo han hablado con su cónyuge como lo hacían de novios. La respuesta, acaso puedan murmurarla, es muy triste: nunca. Y debo asumir que ni siquiera eso parece merecer nuestra atención.
            Cuando los hijos gozan de poca edad, pasamos el día con ellos, cuidándolos y compartiendo sus emociones. No más cumplen los diez o doce años, y esto es asombroso, les decimos sin reservas que ya son hombres, o lo que aún es peor, que ya son mujeres. Un viejo adagio chino reza: «Ámame cuando menos lo merezca ya que es cuando más lo necesito.» Nuestros descendientes, contrario a lo que se piensa, requieren más atención y diálogo según van cumpliendo años. Pero de alguna manera sabemos encontrar la excusa más apropiada para justificar el no tener tiempo, estoy cansado, debo de trabajar, hazlo tú, que ya eres grande, etcétera.
            Luego llega el día o la noche donde se largan con sus «amigos» no nos importa a dónde. Seguidamente comienzan las broncas porque regresan a casa tarde, muy tarde o al amanecer. La justificación está servida de antemano: Todo el mundo lo hace. Y eso nos satisface plenamente (mal de muchos, consuelo de tontos), asumiendo que las cosas han cambiado sobremanera desde que éramos jóvenes.
            Y yo pregunto: ¿qué ha cambiado?
            Un adolescente nacido en el año 1800 no es distinto a otro que venga al mundo en pleno siglo XX. Los valores continúan siendo los mismos, evolutivos por desdén, hastío, indolencia, esas prisas histéricas para llegar a ninguna parte y además tarde, siempre tarde.
            Encerrados en la oclusiva rutina sin lógica ni horizontes, el tiempo transcurre impertérrito y la muerte nos aguarda. Eso no ha cambiado en absoluto; es igual que el primer día luego que Dios expulsara a nuestros padres del Paraíso.
            La ciencia inventa, sin éxito alguno, desde luego, alternativas o paliativos a ese final inexorable al que todos estamos condenados. Con muy peregrinas innovaciones, podemos parecer más longevos que nuestros antepasados, superando en unos cuantos años a los tatarabuelos, bisabuelos o abuelos. Pero curiosamente el final es el mismo para todos. También esto se nos olvida con una frecuencia deleznable.
            Los valores individuales exigen mirarnos al espejo y preguntarnos qué somos, por qué, a dónde vamos, cuándo es la hora de hacer balance sobre nuestra propia existencia. ¿Pero tenemos tiempo para ello? ¿Está de moda hacerlo o es algo que pertenece a otras épocas menos afortunadas?
            He aquí un siglo XXI donde, luego de tantos inventos y maravillas tecnológicas, vivimos en penumbras, desolados, corriendo calle arriba y abajo sin saber para qué. Hay muchas cosas en este mundo, pero ninguna que verdaderamente nos abrace el espíritu para buscar un horizonte y poderlo comprender.
           



Francisco F. Micol 

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