LA NUEVA LEY ANTITABACO
En determinados instantes, dicho de mejor manera, en millones de momentos me siento ampliamente feliz por la nueva ley española antitabaco. Una sabia norma que asegura y protege el legítimo derecho de los no fumadores o incluso con una terminología más adecuada a la ocasión, los saludables, a vivir con una buena salud. Pues durante décadas infinitas los ajenos al popular vicio hemos debido soportar la amplia molestia que el humo del tabaco nos ha producido. Todos fuimos instados a tragar el envenenado humo del producto erróneamente admirado por sus numerosos adictos. Ahora nos llega el momento del respeto, el momento de nuestra ansiada libertad. Pues no hallaremos molestia en ningún sitio que al que nos dirijamos a realizar cualquier clase de actividad. Sin embargo ahora los antes privilegiados sufren sin cesar la amargura de la prohibición, instando a sus compatriotas a la revolución y al respeto democrático. En cierta manera, no les falta un ápice de razón, sin embargo deberían considerar que tal ley podría ayudarles a recorrer el fatigoso camino hacia la salubridad ciertamente más factible. No obstante, en lugar de asimilarlo de tal modo, se irritan y no piensan en el positivo trasfondo de la acción gubernamental.
He sido testigo de conversaciones donde coherentes personas cuestionan lo poco democrática que es la nueva norma, pues según estos, los fumadores son tratados como apestados y privados de su libertad. Estos defienden la creación de espacios exclusivos donde los aficionados a la nocividad puedan seguir destruyéndose lentamente. De esta manera no se perjudicaría a la mayoría sana, y así todos seriamos felices. Sin embargo percibo que la intención última del gobierno no es lo inicial y oficialmente anunciado, sino una dura batalla contra los que se resisten a abandonar al figurado enemigo.
Desde mi modesto punto de vista, nada en extremo es especialmente beneficioso para la humanidad, provocando lo extremo la reacción radical contraria de lo pretendido.
En determinados instantes, dicho de mejor manera, en millones de momentos me siento ampliamente feliz por la nueva ley española antitabaco. Una sabia norma que asegura y protege el legítimo derecho de los no fumadores o incluso con una terminología más adecuada a la ocasión, los saludables, a vivir con una buena salud. Pues durante décadas infinitas los ajenos al popular vicio hemos debido soportar la amplia molestia que el humo del tabaco nos ha producido. Todos fuimos instados a tragar el envenenado humo del producto erróneamente admirado por sus numerosos adictos. Ahora nos llega el momento del respeto, el momento de nuestra ansiada libertad. Pues no hallaremos molestia en ningún sitio que al que nos dirijamos a realizar cualquier clase de actividad. Sin embargo ahora los antes privilegiados sufren sin cesar la amargura de la prohibición, instando a sus compatriotas a la revolución y al respeto democrático. En cierta manera, no les falta un ápice de razón, sin embargo deberían considerar que tal ley podría ayudarles a recorrer el fatigoso camino hacia la salubridad ciertamente más factible. No obstante, en lugar de asimilarlo de tal modo, se irritan y no piensan en el positivo trasfondo de la acción gubernamental.
He sido testigo de conversaciones donde coherentes personas cuestionan lo poco democrática que es la nueva norma, pues según estos, los fumadores son tratados como apestados y privados de su libertad. Estos defienden la creación de espacios exclusivos donde los aficionados a la nocividad puedan seguir destruyéndose lentamente. De esta manera no se perjudicaría a la mayoría sana, y así todos seriamos felices. Sin embargo percibo que la intención última del gobierno no es lo inicial y oficialmente anunciado, sino una dura batalla contra los que se resisten a abandonar al figurado enemigo.
Desde mi modesto punto de vista, nada en extremo es especialmente beneficioso para la humanidad, provocando lo extremo la reacción radical contraria de lo pretendido.
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