miércoles, 22 de junio de 2011


En la primera parte de esta teoría, sería de mi agrado analizar la disimilitud existente entre cualquier ser natural y el ser humano. Durante milenios, las hipótesis filosóficas de "grandes sabios" nos han llevado a la tentadora pero no por ello verosímil conclusión de la singularidad de la especie humana, de su estado superior en la naturaleza tanto terrestre como universal. No obstante me temo que les he de revelar la que afirmo confiadamente que es la certeza absoluta. El ser humano es un ser vivo de calidad igual a un salvaje león, o un mero insecto, pues todos somos seres terrestres determinados físicamente según nuestra necesidad más extrema de supervivencia. Cada especie terrestre ha desarrollado y perfeccionado lo que le es adecuado para no desaparecer. Sin embargo estimados filósofos, la evolución ha sido ampliamente generosa con el ser humano, pues nos ha dotado de un cerebro con propiedades sorprendentemente competentes y definitivas, aleatoriamente cabe precisar reiteradamente. Estas propiedades sorprendentes nos posibilitan imponer la primacía humana sobre cualquier especie coexistente. Tal acontecimiento aleatoriamente celebre, que ha comportado tan distinguida distinción entre el ser humano y el resto de especies marcará el inicio del autocuestionamiento humano de su origen y su fin, dando lugar a numerosas especulaciones existenciales, todas ellas con grados de coherencia y verosimilitud extremadamente diversos, pero con un pilar común, base primera de todas ellas, el consuelo al ignorante y nimio humano. Sin duda alguna, la evidencia es la prueba concluyente queridos lectores, por el mero hecho de poseer propiedades cerebrales altamente útiles y desarrollables, no somos de facto nada extraordinarios, sino superfluos seres, como toda especie conocida en un basto y desconocido universo, el cual está regido por propiedades ajenas a la experiencia cotidiana humana...

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