sábado, 29 de noviembre de 2014


La sociedad es una turbia e imprecisa decoloración humana, finalmente amorfa, que debe quedar fuera de nosotros mismos. Son manchas en piso, techo y paredes, impregnando la conciencia que se debate en buscar alguna lógica donde no hay ninguna.

Apenas hay tiempo de buscar coherencia para poder continuar con nuestra existencia cotidiana; cada segundo es pasado, cada minuto por venir una esperanza que se marchita, cada hora una larga espera, las semanas y los meses van sugiriendo aliento y fe para encontrarnos justo donde ahora estamos.

Ese inútil empeño por suponer que lo socialmente ajeno va a mejorar nuestra vida nos diluye y desgasta en largos compases de espera donde, inexplicablemente, vamos vertiendo los remedos de ilusión que, si acaso llegan, no nos mejoran para nada.

La legítima defensa de lo personal debe estar en lo más alto de nuestros intereses. Nacemos solos, vivimos solos, envejecemos solos, morimos solos. La pregunta, entonces, parece forzosa: ¿por qué no nos miramos más a nosotros mismos y dejamos lo social en un tacho de basura?

Las ideologías externas son espejismos que conviene aprender a no escuchar en pro de una simple realidad inexorable: individualmente no nos sirven de nada en absoluto. Los engranajes de la sociedad, aunque puedan parecer muy novedosos, son arcaicos y repletos de defectos. Pero el astuto empeño por forjar ilusiones que si bien se miran carecen de la menor lógica, nos van embadurnando segundo a segundo hasta lograr un desquiciamiento personal análogo al que socialmente se padece. Así llegamos a preguntarnos, quizá con escasa frecuencia, quién es quién y para qué. Cuando no somos capaces de responder a estas preguntas, hemos de asumir una derrota individualizada.

  Vivir en sociedad no implica arroparnos con ella y adentrarla a nuestros corazones. Cada persona es dueña de su alma, de su talento e inteligencia. El don de la individualidad no es una posición egoísta, en absoluto. Nos debemos a nosotros mismos en cada fragmento de nuestra existencia, y no debemos olvidar –pobres desgraciados aquellos que lo hagan– que finalmente rendimos cuenta de nuestro hacer a lo que viene tras la muerte.

Es curioso y sobrecogedor subrayar un hecho infalible: todos vamos a morir sin saber cuándo ni cómo. Todos, repito. También los amorfos, los falsos profetas, los que caminan empujados por el odio, aquellos que buscan, y no más que esto, nuestra individualidad para beneficio propio.

No nos llamemos a engaño: nadie va a venir para socorrer nuestra angustia vital, el desconcierto supino fehacientemente orquestado para sacar provecho de nuestra ansiedad, haciéndonos creer que «ellos» son los dioses del Olimpo y pueden resolver la miseria de nuestro espíritu.

Tomemos conciencia de esto para evitar la clausura que subrepticiamente nos van suministrando con el único propósito de requerir la ayuda, a modo de antígeno, que tanto nos prometen y jamás lograrán concretar.

«Ellos» no pueden hacer nada excepto envenenar nuestra esperanza, desviándola de su humilde sendero donde al final nos aguarda la muerte como prólogo de Dios.


Francisco F. Micol

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