La sociedad es una turbia e
imprecisa decoloración humana, finalmente amorfa, que debe quedar fuera de
nosotros mismos. Son manchas en piso, techo y paredes, impregnando la
conciencia que se debate en buscar alguna lógica donde no hay ninguna.
Apenas hay tiempo de buscar
coherencia para poder continuar con nuestra existencia cotidiana; cada segundo
es pasado, cada minuto por venir una esperanza que se marchita, cada hora una
larga espera, las semanas y los meses van sugiriendo aliento y fe para encontrarnos
justo donde ahora estamos.
Ese inútil empeño por suponer que
lo socialmente ajeno va a mejorar nuestra vida nos diluye y desgasta en largos
compases de espera donde, inexplicablemente, vamos vertiendo los remedos de
ilusión que, si acaso llegan, no nos mejoran para nada.
La legítima defensa de lo
personal debe estar en lo más alto de nuestros intereses. Nacemos solos,
vivimos solos, envejecemos solos, morimos solos. La pregunta, entonces, parece
forzosa: ¿por qué no nos miramos más a nosotros mismos y dejamos lo social en
un tacho de basura?
Las ideologías externas son
espejismos que conviene aprender a no escuchar en pro de una simple realidad
inexorable: individualmente no nos sirven de nada en absoluto. Los engranajes
de la sociedad, aunque puedan parecer muy novedosos, son arcaicos y repletos de
defectos. Pero el astuto empeño por forjar ilusiones que si bien se miran
carecen de la menor lógica, nos van embadurnando segundo a segundo hasta lograr
un desquiciamiento personal análogo al que socialmente se padece. Así llegamos
a preguntarnos, quizá con escasa frecuencia, quién es quién y para qué. Cuando
no somos capaces de responder a estas preguntas, hemos de asumir una derrota
individualizada.
Vivir
en sociedad no implica arroparnos con ella y adentrarla a nuestros corazones.
Cada persona es dueña de su alma, de su talento e inteligencia. El don de la
individualidad no es una posición egoísta, en absoluto. Nos debemos a nosotros
mismos en cada fragmento de nuestra existencia, y no debemos olvidar –pobres
desgraciados aquellos que lo hagan– que finalmente rendimos cuenta de nuestro
hacer a lo que viene tras la muerte.
Es curioso y sobrecogedor
subrayar un hecho infalible: todos vamos a morir sin saber cuándo ni cómo.
Todos, repito. También los amorfos, los falsos profetas, los que caminan
empujados por el odio, aquellos que buscan, y no más que esto, nuestra
individualidad para beneficio propio.
No nos llamemos a engaño: nadie
va a venir para socorrer nuestra angustia vital, el desconcierto supino
fehacientemente orquestado para sacar provecho de nuestra ansiedad, haciéndonos
creer que «ellos» son los dioses del
Olimpo y pueden resolver la miseria de nuestro espíritu.
Tomemos conciencia de esto para
evitar la clausura que subrepticiamente nos van suministrando con el único propósito
de requerir la ayuda, a modo de antígeno, que tanto nos prometen y jamás
lograrán concretar.
«Ellos»
no pueden hacer nada excepto envenenar nuestra esperanza, desviándola de su
humilde sendero donde al final nos aguarda la muerte como prólogo de Dios.
Francisco F. Micol
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