domingo, 7 de diciembre de 2014



Artículo escrito por Dante Urbina

Como habíamos, la doctrina luterana de la gracia sigue la siguiente secuencia: primero, el hombre es radicalmente pecador; segundo, Dios le impone mandamientos so pena de condenación; tercero, el hombre se da cuenta de que es incapaz de cumplirlos; cuarto, el hombre cae en un terrible estado de angustia y se desespera; quinto, le llega la promesa de la Palabra diciéndole que si tiene fe, será salvo; y sexto, el hombre cree y se salva.

A primera vista parece humilde tal actitud. ¿No es acaso la abdicación de la voluntad humana frente a la omnipotencia divina, el voto de la razón para la aceptación de la fe? Pero si nos adentramos más en la psicología de Lutero nos daremos cuenta de que no es así.

Hijo de un matrimonio de labradores, Lutero fue educado con una profunda conciencia de temor de Dios. En 1505, fue sorprendido por una tormenta y, creyendo que era un castigo divino, prometió hacerse monje ingresando después al monasterio de Erfurt. Una vez allí, con la obsesión de que sus pecados eran innumerables, se esforzó desesperadamente por alcanzar la paz espiritual haciendo buenas obras (oración, ayunos, mortificaciones, etc.). Como ésta no llegaba, comenzó a cuestionar la relación del hombre con Dios, llegando a la conclusión de que para alcanzar la salvación no eran necesarias las obras sino sólo la fe. (1)

Analicemos: el sentimiento dominante en Lutero es el miedo a la condenación con la consiguiente obsesión por sus pecados. Su conversión inicial no es fruto del amor, sino del temor. Antes que confiar en Dios, confía en sus propias fuerzas y trata de construirse una escalera al cielo en base de buenas obras. Al no poder subir por ella, la incendia e incendia también las demás escaleras que ofrece la Iglesia para ir a Dios, tales como los sacramentos y las buenas obras a las declara como innecesarias aduciendo que basta sólo con la fe para ser salvo. Pero al hacer ello cae en el mismo error del comienzo: el confiar en sí mismo antes que en Dios. El reconocido filósofo Jaques Maritarin lo explica de la siguiente manera: Lutero “cae interiormente y desespera de la gracia (...) renuncia a luchar, declara que la lucha es imposible. Sumergido en el pecado, o lo que cree pecado, se deja arrastrar por la ola y llega a esta conclusión práctica: el pecado es invencible (...) al darnos su ley, Dios nos ha mandado lo imposible (...) Pero Cristo es justo en lugar nuestro (...) nada tenemos que hacer para salvarnos (...) absoluta inutilidad de las obras (...) cuanto más peques, más creerás y mejor te salvarás (...) cree que no puede ya confiar en sí mismo y que sólo confía en Dios. Pero al negar que el hombre pueda participar de la justicia de Jesucristo (...) se encierra para siempre en su yo, privándose de todo otro punto de apoyo que no sea su yo”. (2)

Todo ello influye decisivamente en la teología de Lutero. El humanismo luterano, humanismo de la desgracia, antes que ser teocéntrico es marcadamente antropocéntrico. En efecto, atribuye al hombre el inicio de la vida de fe: no es Dios quien viene primero a nosotros sino que somos nosotros quienes, desde lo profundo de nuestra desesperación, le llamamos. Todo nace de la impulsión volitiva de la criatura que, sin don previo de la misericordia divina, se salva por su llamada aislada hacia lo trascendente. De esta manera, fiel al espíritu del humanismo del cual procedía, la teología de Lutero es ante todo la exaltación absoluta del yo por encima de Dios, quien queda reducido a la categoría de  mero medio para la salvación de la criatura.

La teología católica sostiene algo distinto. No somos nosotros quienes primero vamos a Dios por temor a la condenación sino que es Dios quien viene primero a nosotros ofreciéndonos su amor para nuestra salvación. Como bien enseña Santo Tomás de Aquino el hombre no puede prepararse por sí mismo para la gracia sin la ayuda de la gracia (3), pues como dice el mismo Jesucristo: “Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre” (Jn 6:44). Por eso, que el hombre se convierta a Dios no puede ocurrir sino bajo el impulso del mismo Dios que lo convierte tal como enseña el profeta Jeremías cuando escribe: “Conviérteme y quedaré convertido, porque tú eres mi Dios y Señor” (Jer 31:18), y como a su vez confirma el libro de las Lamentaciones: “Conviértenos, Señor, a Ti, y quedaremos convertidos”. (Lam 5:21) ¡Cuán grande es el Señor que con su gracia nos lleva a su gracia como la madre lleva de la mano al bebé hacia los brazos de su padre!



Referencias:
1. Véase el “Atlas de la Historia Universal” de The Times, Ed. Santiago, Lima, 1995, p.180. 
2. Jaques Maritarin, Tres reformadores, 1925, 1era parte.
3. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-IIae, q.109, a.6.

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