Artículo escrito por Dante Urbina
Como
habíamos, la doctrina luterana de la gracia sigue la siguiente secuencia:
primero, el hombre es radicalmente pecador; segundo, Dios le impone
mandamientos so pena de condenación; tercero, el hombre se da cuenta de que es
incapaz de cumplirlos; cuarto, el hombre cae en un terrible estado de angustia
y se desespera; quinto, le llega la promesa de la Palabra diciéndole que si
tiene fe, será salvo; y sexto, el hombre cree y se salva.
A primera vista parece humilde tal
actitud. ¿No es acaso la abdicación de la voluntad humana frente a la
omnipotencia divina, el voto de la razón para la aceptación de la fe? Pero si
nos adentramos más en la psicología de Lutero nos daremos cuenta de que no es
así.
Hijo de un matrimonio de labradores,
Lutero fue educado con una profunda conciencia de temor de Dios. En 1505, fue
sorprendido por una tormenta y, creyendo que era un castigo divino, prometió
hacerse monje ingresando después al monasterio de Erfurt. Una vez allí, con la
obsesión de que sus pecados eran innumerables, se esforzó desesperadamente por
alcanzar la paz espiritual haciendo buenas obras (oración, ayunos,
mortificaciones, etc.). Como ésta no llegaba, comenzó a cuestionar la relación
del hombre con Dios, llegando a la conclusión de que para alcanzar la salvación
no eran necesarias las obras sino sólo la fe. (1)
Analicemos: el sentimiento dominante en
Lutero es el miedo a la condenación con la consiguiente obsesión por sus
pecados. Su conversión inicial no es fruto del amor, sino del temor.
Antes que confiar en Dios, confía en sus propias fuerzas y trata de construirse
una escalera al cielo en base de buenas obras. Al no poder subir por ella, la
incendia e incendia también las demás escaleras que ofrece la Iglesia para ir a
Dios, tales como los sacramentos y las buenas obras a las declara como
innecesarias aduciendo que basta sólo con la fe para ser salvo. Pero al hacer
ello cae en el mismo error del comienzo: el confiar en sí mismo antes que en
Dios. El reconocido filósofo Jaques Maritarin lo explica de la siguiente
manera: Lutero “cae interiormente y
desespera de la gracia (...) renuncia a luchar, declara que la lucha es
imposible. Sumergido en el pecado, o lo que cree pecado, se deja arrastrar por
la ola y llega a esta conclusión práctica: el pecado es invencible (...) al
darnos su ley, Dios nos ha mandado lo imposible (...) Pero Cristo es justo en
lugar nuestro (...) nada tenemos que hacer para salvarnos (...) absoluta
inutilidad de las obras (...) cuanto más peques, más creerás y mejor te
salvarás (...) cree que no puede ya confiar en sí mismo y que sólo confía en
Dios. Pero al negar que el hombre pueda participar de la justicia de Jesucristo
(...) se encierra para siempre en su yo, privándose de todo otro punto de apoyo
que no sea su yo”. (2)
Todo ello influye decisivamente en la
teología de Lutero. El humanismo luterano, humanismo de la desgracia, antes que
ser teocéntrico es marcadamente antropocéntrico. En efecto, atribuye al hombre
el inicio de la vida de fe: no es Dios quien viene primero a nosotros sino que
somos nosotros quienes, desde lo profundo de nuestra desesperación, le
llamamos. Todo nace de la impulsión volitiva de la criatura que, sin don previo
de la misericordia divina, se salva por su llamada aislada hacia lo
trascendente. De esta manera, fiel al espíritu del humanismo del cual procedía,
la teología de Lutero es ante todo la exaltación absoluta del yo por encima de
Dios, quien queda reducido a la categoría de
mero medio para la salvación de la criatura.
La teología católica sostiene algo
distinto. No somos nosotros quienes primero vamos a Dios por temor a la
condenación sino que es Dios quien viene primero a nosotros ofreciéndonos
su amor para nuestra salvación. Como bien enseña Santo Tomás de Aquino
el hombre no puede prepararse por sí mismo para la gracia sin la ayuda de la
gracia (3), pues como dice el mismo Jesucristo: “Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre” (Jn 6:44). Por
eso, que el hombre se convierta a Dios no puede ocurrir sino bajo el impulso
del mismo Dios que lo convierte tal como enseña el profeta Jeremías cuando
escribe: “Conviérteme y quedaré
convertido, porque tú eres mi Dios y Señor” (Jer 31:18), y como a su vez
confirma el libro de las Lamentaciones:
“Conviértenos, Señor, a Ti, y
quedaremos convertidos”. (Lam 5:21) ¡Cuán grande es el Señor que con su
gracia nos lleva a su gracia como la madre lleva de la mano al bebé hacia los
brazos de su padre!
Referencias:
1. Véase el “Atlas de la Historia
Universal” de The Times, Ed. Santiago, Lima, 1995, p.180.
2. Jaques Maritarin, Tres reformadores, 1925, 1era parte.
3. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-IIae, q.109, a.6.
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