Por
Dante A. Urbina
“Al
comienzo de la vida espiritual, se intenta sobre todo amar a Dios, al
término se comprende que basta dejarse amar por él”, decía
Jean Lafrance. ¡He aquí la esencia de la santidad: el dejarse amar
por Dios; nada más nos es necesario! Entonces,
hermano mío, ¿por qué sigues valiéndote de tus propias fuerzas?,
¿por qué sigues amándote a ti mismo y amando por ti mismo? Si el
amor de Dios es el único lo suficientemente grande y digno para amar
a Dios... ¿por qué sigues amándolo con tu amor y no con el suyo?,
¿no te das cuenta que el amor de Dios es tan grande que alcanza para
amarte y para que tú lo ames a Él?, ¿es que no ves que los santos
no son tanto los que han amado a Dios, sino aquellos que se han
dejado amar por Dios? Y, si es así, ¿por qué no dejas que el amor
de Dios entre en tu corazón?, ¿por qué en vez de amarlo con tu
insignificante amor no te dejas amar por su infinito Amor?, ¿por
qué vives al pendiente de lo que tienes que hacer en vez de hacerlo
con amor? Sobre esto el Evangelio nos regala un bellísimo ejemplo:
“Jesús
siguió su camino y llegó a una aldea, donde una mujer llamada Marta
lo recibió en su casa. Marta tenía una hermana llamada María, la
cual se sentó a los pies de Jesús para escuchar lo que él decía.
Pero Marta, que estaba atareada con sus muchos quehaceres, se acercó
a Jesús y le dijo: Señor, ¿no te importa que mi hermana esté aquí
sentada y me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude. Pero
Jesús le contestó: Marta, Marta, estás preocupada y afligida por
muchas cosas, pero sólo una es necesaria. María ha escogido la
mejor parte, y nadie se la va a quitar” (Lc
10: 38-42).
Como
Marta es aquel que más se preocupa por amar a Dios, realiza ayunos,
sacrificios, mortificaciones, ora continuamente, lee libros
espirituales, etc. Pero todo lo que hace no vale nada, porque no lo
hace con verdadero amor pues hasta el amor mismo es algo que se nos
da por gracia pues “el
amor consiste en esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino
en que él nos amó a nosotros” (1
Jn 4:10). Ni siquiera con todos los esfuerzos humanos puede el hombre
llegar a amar verdaderamente a Dios pues, como decía San Francisco
de Sales, “no
tenemos el amor para amar a Dios como él se lo merece”. Así
pues, hasta el mismo amor que tenemos a Dios proviene de la gracia, o
sea, del amor de Dios. Justamente por ello era que los judíos sólo
podían amar a Dios por sí mismos, según lo que les permitía su
pobre naturaleza, tal como decía la ley judía: “Amarás
al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus
fuerzas” (Dt
6:5); y por eso el Señor se desagradó de ellos, porque su amor
estaba lleno de voluntad propia: “Lo
que quiero de ustedes es que me amen y no que me hagan sacrificios;
que me reconozcan como su Dios y no que me ofrezcan holocaustos”
(Os 6:6). Pero con
la venida de Jesucristo Dios mostró su amor al mundo (Jn 3:16) y
ahora lo amamos según la gracia, por medio de su infinito amor; y ya
no según la ley, por medio de nuestra pobre naturaleza, “porque
ya no estamos bajo la Ley, sino bajo la gracia” (Rom
6:14). Entonces pues, es mejor ser como María, simplemente dejándose
amar por Dios, pues ésta es la única cosa necesaria, la mejor parte
que nadie nos va a quitar. Y así lo afirma enérgicamente el apóstol
Pablo: “Estoy
convencido de que nada podrá separarnos del amor de Dios: ni la
muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes y fuerzas
espirituales, ni lo presente ni lo futuro, ni lo alto, ni lo
profundo, ni ninguna otra de las cosas creadas. ¡Nada podrá
separarnos del amor que Dios nos ha mostrado en Cristo Jesús nuestro
Señor!” (Rom
8:38-39). Pero tampoco es esto un llamado a la pasividad, debemos
responder afectiva y efectivamente al amor de Dios y trabajar
conjuntamente con él pues, como decía San Agustín: “El
Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, pero
también debemos reconocer que no somos nada sin su gracia y que sólo
es gracias a su amor que podemos llegar a amarlo a él, porque “si
nosotros amamos es porque él nos amó primero” (1
Jn 4:19).
Entonces,
no busquemos amar a Dios por nosotros mismos, simplemente dejémonos
amar por él y alcanzaremos la perfecta santidad más que con años
enteros de ayunos, mortificaciones y lucha propia. Para amar a Dios
únicamente debemos permanecer unidos a él, no tanto pidiéndole
fuerzas para permanecer con él, sino pidiéndole que permanezca con
nosotros para así tener fuerzas y poder amarlo verdaderamente. Es
ahí donde está el secreto de todos los santos místicos: el amor de
Dios nos lleva a la unión con Dios y la unión con Dios nos lleva al
amor. Ya Jesucristo nos había revelado este secreto:
“Yo
soy la vid verdadera, y mi Padre es el que la cultiva. Si una de mis
ramas no da uvas, la corta; pero si da uvas, la poda y la limpia para
que dé más. Ustedes ya están limpios por las palabras que yo les
he dicho. Sigan unidos a mí, como yo sigo unido a ustedes. Una rama
no puede dar uvas por sí misma, si no está unida a la vid; de igual
manera, ustedes no pueden dar fruto si no permanecen unidos a mí. Yo
soy la vid, y ustedes son las ramas. El que permanece unido a mí, y
yo unido a él, da mucho fruto; pues sin mí no pueden ustedes hacer
nada. El que no permanece unido a mí, será echado fuera y se secará
como las ramas que se recogen y se queman en el fuego. Si ustedes
permanecen unidos a mí y permanecen fieles a mis enseñanzas, pidan
lo que quieran y se les dará. Mi Padre recibe honor cuando ustedes
dan fruto y llegan a ser verdaderos discípulos míos. Yo los amo a
ustedes como el Padre me ama a mí; permanezcan, pues, en el amor que
les tengo. Si obedecen mis mandamientos, permanecerán en mi amor,
así como yo obedezco los mandamientos de mi Padre y permanezco en su
amor”. (Jn 15:
1-10)
Así
pues, si quieres alcanzar la perfecta santidad en unión con Dios
sólo debes permanecer en su amor, simplemente dejándote amar por
él. En realidad el amor funciona como el ciclo del agua: Primero se
da el proceso de evaporación, por el cual el calor del sol hace que
el agua pasa al estado gaseoso en forma de vapor; así Dios se
encarna, tomando la forma de hombre. Luego se da el proceso de
condensación, con la formación de las nubes, así fue como
Jesucristo vivó durante toda su vida preparándose para el momento
de la pasión, cargando cada vez más dolores y sufrimientos.
Finalmente, por el proceso de precipitación cae la lluvia; así
Jesucristo fue crucificado y de su costado manaron ríos de agua
viva, que cayeron sobre las montañas y se dirigieron hacia el mar,
donde vertieron todas sus aguas. El mar representa al amor de Dios y
los ríos a los santos, ¿de dónde proviene el agua de los ríos si
no es del mar?, ¿y a dónde van las aguas de los ríos si no es al
mar? ¡Oh, gran belleza de este “ciclo del amor” que todo amor
viene de Dios y vuelve a Dios! ¡Oh, cuánta es la riqueza de los
santos que con sus aguas dan de beber a los sedientos y hacen crecer
los valles! ¡Señor mío, Dios mío, no dejas de sorprenderme, cuán
divino eres y cuán sabiamente haz dispuesto las cosas! ¡Oh Señor,
dame un corazón sediento para que beba de tu agua y broten de mí
ríos de agua viva (Jn 7: 37-38)! ¡Hazme como un río que de agua al
sediento y riegue tus valles, para que pueda yo ayudar al necesitado
y mostrar tu gloria al mundo! Pero, ¿quién podrá entender esta
comparación? ¡Ojalá tú, alma predestinada, pues en ella se
encuentra el secreto de la santidad y la perfección del amor!
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