miércoles, 24 de diciembre de 2014



Por Dante A. Urbina

Al comienzo de la vida espiritual, se intenta sobre todo amar a Dios, al término se comprende que basta dejarse amar por él”, decía Jean Lafrance. ¡He aquí la esencia de la santidad: el dejarse amar por Dios; nada más nos es necesario! Entonces, hermano mío, ¿por qué sigues valiéndote de tus propias fuerzas?, ¿por qué sigues amándote a ti mismo y amando por ti mismo? Si el amor de Dios es el único lo suficientemente grande y digno para amar a Dios... ¿por qué sigues amándolo con tu amor y no con el suyo?, ¿no te das cuenta que el amor de Dios es tan grande que alcanza para amarte y para que tú lo ames a Él?, ¿es que no ves que los santos no son tanto los que han amado a Dios, sino aquellos que se han dejado amar por Dios? Y, si es así, ¿por qué no dejas que el amor de Dios entre en tu corazón?, ¿por qué en vez de amarlo con tu insignificante amor no te dejas amar por su infinito Amor?, ¿por qué vives al pendiente de lo que tienes que hacer en vez de hacerlo con amor? Sobre esto el Evangelio nos regala un bellísimo ejemplo:

Jesús siguió su camino y llegó a una aldea, donde una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Marta tenía una hermana llamada María, la cual se sentó a los pies de Jesús para escuchar lo que él decía. Pero Marta, que estaba atareada con sus muchos quehaceres, se acercó a Jesús y le dijo: Señor, ¿no te importa que mi hermana esté aquí sentada y me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude. Pero Jesús le contestó: Marta, Marta, estás preocupada y afligida por muchas cosas, pero sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y nadie se la va a quitar” (Lc 10: 38-42).

Como Marta es aquel que más se preocupa por amar a Dios, realiza ayunos, sacrificios, mortificaciones, ora continuamente, lee libros espirituales, etc. Pero todo lo que hace no vale nada, porque no lo hace con verdadero amor pues hasta el amor mismo es algo que se nos da por gracia pues “el amor consiste en esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros” (1 Jn 4:10). Ni siquiera con todos los esfuerzos humanos puede el hombre llegar a amar verdaderamente a Dios pues, como decía San Francisco de Sales, “no tenemos el amor para amar a Dios como él se lo merece”. Así pues, hasta el mismo amor que tenemos a Dios proviene de la gracia, o sea, del amor de Dios. Justamente por ello era que los judíos sólo podían amar a Dios por sí mismos, según lo que les permitía su pobre naturaleza, tal como decía la ley judía: “Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6:5); y por eso el Señor se desagradó de ellos, porque su amor estaba lleno de voluntad propia: “Lo que quiero de ustedes es que me amen y no que me hagan sacrificios; que me reconozcan como su Dios y no que me ofrezcan holocaustos” (Os 6:6). Pero con la venida de Jesucristo Dios mostró su amor al mundo (Jn 3:16) y ahora lo amamos según la gracia, por medio de su infinito amor; y ya no según la ley, por medio de nuestra pobre naturaleza, “porque ya no estamos bajo la Ley, sino bajo la gracia” (Rom 6:14). Entonces pues, es mejor ser como María, simplemente dejándose amar por Dios, pues ésta es la única cosa necesaria, la mejor parte que nadie nos va a quitar. Y así lo afirma enérgicamente el apóstol Pablo: “Estoy convencido de que nada podrá separarnos del amor de Dios: ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes y fuerzas espirituales, ni lo presente ni lo futuro, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra de las cosas creadas. ¡Nada podrá separarnos del amor que Dios nos ha mostrado en Cristo Jesús nuestro Señor!” (Rom 8:38-39). Pero tampoco es esto un llamado a la pasividad, debemos responder afectiva y efectivamente al amor de Dios y trabajar conjuntamente con él pues, como decía San Agustín: “El Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, pero también debemos reconocer que no somos nada sin su gracia y que sólo es gracias a su amor que podemos llegar a amarlo a él, porque “si nosotros amamos es porque él nos amó primero” (1 Jn 4:19).


Entonces, no busquemos amar a Dios por nosotros mismos, simplemente dejémonos amar por él y alcanzaremos la perfecta santidad más que con años enteros de ayunos, mortificaciones y lucha propia. Para amar a Dios únicamente debemos permanecer unidos a él, no tanto pidiéndole fuerzas para permanecer con él, sino pidiéndole que permanezca con nosotros para así tener fuerzas y poder amarlo verdaderamente. Es ahí donde está el secreto de todos los santos místicos: el amor de Dios nos lleva a la unión con Dios y la unión con Dios nos lleva al amor. Ya Jesucristo nos había revelado este secreto:

Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el que la cultiva. Si una de mis ramas no da uvas, la corta; pero si da uvas, la poda y la limpia para que dé más. Ustedes ya están limpios por las palabras que yo les he dicho. Sigan unidos a mí, como yo sigo unido a ustedes. Una rama no puede dar uvas por sí misma, si no está unida a la vid; de igual manera, ustedes no pueden dar fruto si no permanecen unidos a mí. Yo soy la vid, y ustedes son las ramas. El que permanece unido a mí, y yo unido a él, da mucho fruto; pues sin mí no pueden ustedes hacer nada. El que no permanece unido a mí, será echado fuera y se secará como las ramas que se recogen y se queman en el fuego. Si ustedes permanecen unidos a mí y permanecen fieles a mis enseñanzas, pidan lo que quieran y se les dará. Mi Padre recibe honor cuando ustedes dan fruto y llegan a ser verdaderos discípulos míos. Yo los amo a ustedes como el Padre me ama a mí; permanezcan, pues, en el amor que les tengo. Si obedecen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, así como yo obedezco los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”. (Jn 15: 1-10)

Así pues, si quieres alcanzar la perfecta santidad en unión con Dios sólo debes permanecer en su amor, simplemente dejándote amar por él. En realidad el amor funciona como el ciclo del agua: Primero se da el proceso de evaporación, por el cual el calor del sol hace que el agua pasa al estado gaseoso en forma de vapor; así Dios se encarna, tomando la forma de hombre. Luego se da el proceso de condensación, con la formación de las nubes, así fue como Jesucristo vivó durante toda su vida preparándose para el momento de la pasión, cargando cada vez más dolores y sufrimientos. Finalmente, por el proceso de precipitación cae la lluvia; así Jesucristo fue crucificado y de su costado manaron ríos de agua viva, que cayeron sobre las montañas y se dirigieron hacia el mar, donde vertieron todas sus aguas. El mar representa al amor de Dios y los ríos a los santos, ¿de dónde proviene el agua de los ríos si no es del mar?, ¿y a dónde van las aguas de los ríos si no es al mar? ¡Oh, gran belleza de este “ciclo del amor” que todo amor viene de Dios y vuelve a Dios! ¡Oh, cuánta es la riqueza de los santos que con sus aguas dan de beber a los sedientos y hacen crecer los valles! ¡Señor mío, Dios mío, no dejas de sorprenderme, cuán divino eres y cuán sabiamente haz dispuesto las cosas! ¡Oh Señor, dame un corazón sediento para que beba de tu agua y broten de mí ríos de agua viva (Jn 7: 37-38)! ¡Hazme como un río que de agua al sediento y riegue tus valles, para que pueda yo ayudar al necesitado y mostrar tu gloria al mundo! Pero, ¿quién podrá entender esta comparación? ¡Ojalá tú, alma predestinada, pues en ella se encuentra el secreto de la santidad y la perfección del amor!

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